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Las llagas de la monja

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Las llagas de la monja

Reliquias de Sor Patrocinio que se conservan en el convento de San Pascual de Aranjuez (Madrid)

Frente a quienes han tildado a Sor Patrocinio de impostora y la han denigrado con el titulo despectivo de “la monja de la llagas”, este libro acepta el reto y desvela la gran dimensión humana y espiritual de Sor Patrocinio y por eso se titula “las llagas de la monja”.

Cuando Sor Patrocinio ingresó en el convento del Caballero de Gracia en 1829, su abadesa fue la primera sorprendida por los acontecimientos extraordinarios de la vida de la novicia. Y por consejo de sus superiores anotó con todo sencillez y rigor lo que ella veía en una largo cuaderno. Este escrito es el que ahora se publica y se anota extensamente en este libro, enmarcando los acontecimientos en el ambiente histórico del siglo XIX. El resultado es que una vez más la verdad resulta más interesante que la ficción. El libro recoge el trabajo en archivos durante años del historiador Javier Paredes, reconocido especialista en el período de Isabel II, en el que vivió Sor Patrocinio.

 


 

Del prólogo escrito por Eudaldo Forment:

 

La estigmatización

 

Una de las «grandes cosas» que pueden acompañar a los éxtasis místicos, sin duda, es la estigmatización. En su escrito, la Madre Pilar explica la aparición de los estigmas o llagas sangrientas de Sor Patrocinio. Comienza contando que, en marzo 1830, al advertir un gesto de dolor en la recién monja profesa le pidió que le dijese lo que le ocurría. Le contó, con su acostumbrada «humildad y dulzura» (cap. 3), que el día de la fiesta de San Abdón (30 de julio de 1829), durante la oración, notó los efectos de una llaga que sangraba.         

Sin decirlo a nadie más, la abadesa avisó al Padre General Fray Cirilo Alameda, que, con muy buen criterio, le ordenó que «la tratase con seriedad» (cap. 3) y procurase ver la llaga. Sor Patrocinio, que había conocido esto último de manera sobrenatural, le dijo a la Madre: «esta noche soñaba» la petición y las circunstancias de la misma. Así era como siempre se expresaba para designar sus visiones y locuciones.

Poco después, el sábado 25 de mayo de 1830, a primera hora de la tarde, «estando en éxtasis», notaron las monjas, que fueron sus testigos, que recibió las llagas en manos y pies, y las llagas de la corona de espinas. El sábado siguiente, 1 de junio, también en éxtasis se le abrieron las llagas. La Madre hace constar que las tuvo siempre, y que se cubría con vendas. Además, que sangraban casi a diario, y que así lo pudo comprobar hasta el 9 de noviembre de 1835, día de su detención.

Refiere también que, como era mucha la sangre, le mandó «mentalmente» que no sangrara, porque temía por su vida. Escribe: «Yo como veía tanta pérdida de sangre muchas veces me afligía, y sucedió una o dos veces que la mandé mentalmente que en trece días, y otra en nueve días no se le abriesen las llagas de la cabeza, ni echase sangre; y así sucedió». Aunque se cumplía el mandato de la abadesa, después «volvía lo mismo y yo no me atrevía ya a desear lo que conocía no era voluntad de Dios» (cap. 4).

Después, por una serie de circunstancias, que también cuenta detalladamente, supo que continuaron sangrando. Indica que en «el año de 1835, cuando la sacaron del convento iban las llagas vertiendo sangre y el año de 1844 cuando volvió a nuestra compañía volvió como salió, ni más ni menos». El 25 de septiembre de este año «fue el señalado por la Providencia para que tuviésemos el consuelo inexplicable de ver a nuestra amada Patrocinio, vuelta al seno de la Comunidad por una Real Orden que disponía fuese trasladada desde Torrelaguna, donde estaba, a Madrid y al seno de su primitiva comunidad» (cap. 25).

Confiesa la abadesa que: «son tantas y tan particulares las cosas que acerca de las llagas podía decir, que sería interminable» (cap. 4). Por ejemplo, que un día al ver la cantidad de sangre que perdía, le dijo que de aquella manera era imposible que fuera a rezar al coro. La estigmatizada dejo entonces de sangrar, porque ella misma mandó: «ciérrate llaga» (cap. 4).

Al fenómeno de las «llagas» (cap. 3) –según la palabra que utiliza la Madre Pilar en todo su relato–, la Teología mística nombra con el término más preciso de «estigmas». La estigmatización consiste en la aparición de las llegas de Jesucristo en las manos, en los pies, en la frente y en el costado, por las que mana sangre arterial limpia y sin que las haya provocado nada natural exterior.

Se considera que el primer estigmatizado fue San Francisco de Asís (1181/1182-1226), porque es el primero del que se tiene noticia que las tuviera. Cuenta San Buenaventura (1217-1274), en la Leyenda mayor (1262), o biografía de San Francisco, que «cierta mañana de un día próximo a la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz (14 de septiembre de 1222), mientras oraba en uno de los flancos del monte (monte de Alvernia, a 160 Km. de Asís), vio bajar de lo más alto del cielo a un serafín que tenía seis alas tan ígneas como resplandecientes. En vuelo rapidísimo avanzó hacia el lugar donde se encontraba el varón de Dios, deteniéndose en el aire. Apareció entonces entre las alas la efigie de un hombre crucificado, cuyas manos y pies estaban extendidos a modo de cruz y clavados a ella. Dos alas se alzaban sobre la cabeza, dos se extendían para volar y las otras dos restantes cubrían todo su cuerpo»[1].

Se continúa explicando que, en esta aparición durante el éxtasis, que tuvo dos años antes de su muerte «quedó lleno de estupor el Santo y experimentó en su corazón un gozo mezclado de dolor. (…), el Señor le dio a entender que aquella visión le había sido presentada así por la divina Providencia para que el amigo de Cristo supiera de antemano que había de ser transformado totalmente en la imagen de Cristo crucificado no por el martirio de la carne, sino por el incendio de su espíritu. Así sucedió, porque al desaparecer la visión dejó en su corazón un ardor maravilloso, y no fue menos maravillosa la efigie de las señales que imprimió en su carne. Así, pues, al instante comenzaron a aparecer en sus manos y pies las señales de los clavos, tal como lo había visto poco antes en la imagen del varón crucificado»[2].

Indica más adelante que «por más diligencia que ponía el Santo en tener oculto el tesoro encontrado en el campo” (Mt 13,44), no pudo evitar que algunos llegaran a ver las llagas de sus manos y pies, no obstante llevar casi siempre cubiertas las manos y andar desde entonces con los pies calzados. Muchos hermanos vieron las llagas durante la vida del Santo; y aunque por su santidad relevante eran dignos de todo crédito, sin embargo, para eliminar toda posible duda, afirmaron bajo juramento, con las manos puestas sobre los evangelios, ser verdad que las habían visto. Las vieron también algunos cardenales que gozaban de especial intimidad con el Santo (Hugolino, Tomás de Capua, Rainerio de Viterbo y Esteban de Casa Nova,), los cuales, consignando con toda veracidad el hecho, enaltecieron dichas sagradas llagas en prosa, en himnos y antífonas que compusieron en honor del siervo de Dios, y, tanto de palabra como por escrito, dieron testimonio de la verdad»[3].

Incluso, añade San Buenaventura: «El sumo pontífice señor Alejandro (Alejandro IV, papa de 1254 a 1261), una vez que predicaba al pueblo en presencia de muchos hermanos –entre ellos me encontraba yo–, afirmó haber visto con sus propios ojos las sagradas llagas mientras vivía aún el Santo (Lo afirma también en dos bulas Benigna operatio (19-X-1255) y Quia longum esset (28-VI-1259), y dictó la excomunión contra los pintores que representaran a San Francisco sin las llagas)»[4].

 

[1] SAN BUENAVENTURA, Leyenda mayor en SAN FRANCISCO DE ASÍS, Escritos. Biografías. Documentos de la época (Ed. De José Antonio Guerra), Madrid, BAC, 1998, pp. 161-324, c. XIII, n. 3, p. 264.

[2] Ibíd., c. XIII, n. 3, p. 265.

[3] Ibíd., c. XIII, n. 8, p. 270.

[4] Ibíd., c. XIII, n. 8, p. 270-271.

El autor

JAVIER PAREDES es catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Alcalá. Renovador del género biográfico en los ámbitos universitarios, ha publicado varias biografías de destacados políticos y hombres de empresa de los siglos XIX y XX. Es director de la Historia Contemporánea de España y de la Historia Contemporánea Universal utilizadas como manuales en las Universidades españolas desde hace años. Compagina su tarea universitaria con colaboraciones en distintos medios de comunicación.