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La pérdida de España. Tomo I: De Hispania Romana al reinado de Alfonso XIII

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El autor

Alberto Bárcena (Madrid, 1955) es profesor, desde 2001, de la Universidad CEU San Pablo donde se doctoró con la tesis La redención de penas en el Valle de los Caídos. Imparte las asignaturas Historia y Sociedad y Doctrina Social de la Iglesia, además de las de Historia de las Civilizaciones e Historia de España, de la que fue coordinador. Dentro de la misma Universidad ha sido profesor de Historia Contemporánea Universal, en el master de liderazgo de la Escuela de Negocios. Desde 2010 es también profesor de la Universitas Senioribus CEU donde imparte Historia Moderna y Contemporánea Universal y de España. En esta misma editorial ha publicado Los presos del Valle de los Caídos, Iglesia y Masonería. Las dos ciudades y La Guerra de la Vendée. Una cruzada en la Revolución.

El libro

Alberto Bárcena, autor entre otros libros de Iglesia y Masonería. Las dos ciudades y experto en esta materia, describe en este libro la Historia de nuestra patria como el enfrentamiento entre las dos Españas. Un enfrentamiento, según Bárcena, que empezó siendo religioso, siguió y permanece en la actualidad siendo religioso, por encima de las diferencias políticas y sociales. A partir de este planteamiento, el autor hace muchas matizaciones históricas. Pero la línea que en este libro, en definitiva, separa los dos bandos es religiosa; sobre todo religiosa.

 

Prólogo del libro escrito por el autor, Alberto Bárcena

 

Al empezar este trabajo me proponía escribir un libro sobre la España Contemporánea; un manual breve con los principales acontecimientos y procesos, que nos traen hasta el presente, partiendo de la fecha clave de 1808; una breve “pérdida de España” con la que se inicia la nueva etapa histórica, en la que dicha pérdida planea con cierta frecuencia sobre la vida de la nación. Pero descartado el concepto de manual decidí darle a este empeño un formato de ensayo, tendente a buscar claves de interpretación que ayuden a poner en pie un periodo tan complejo. Ante todo, debe comprenderse que la nación española ya se había perdido antes de ahora; antes de esa etapa que me proponía tratar. Porque durante los últimos dos siglos, más de una vez, España pareció estar en riesgo de desaparecer o de convertirse en algo irreconocible, muy diferente de su propio ser; sin que ese riesgo pueda considerarse desvanecido; ni mucho menos, en el presente.

Ricardo de la Cierva habló de tres pérdidas de España[1], considerando la primera coincidente con el desplome del Imperio Romano. No comparto esa visión, pero estoy de acuerdo con su juicio sobre las otras dos: la originada por la invasión musulmana y la provocada por la crisis institucional de finales del siglo XX; desarrollada durante su último cuarto muy concretamente. Lo que nos lleva a una primera conclusión: cuando la supervivencia de nuestra patria se ve amenazada nunca ha faltado, como elemento desencadenante o agravante, la agresión exterior; muy visible en el siglo VIII; soterrada —y por ello aún más peligrosa— a lo largo de los transcurridos desde la invasión napoleónica. Surge una pregunta, que debemos plantearnos ante todo: ¿Cómo es posible que una nación de tal entidad pueda haber estado en peligro —o lo siga estando— de ser borrada del mapa? La respuesta está en su propia esencia: lo que España ha significado en el tiempo; su papel en el concierto de las potencias europeas y americanas. Toparemos con una primera dificultad: la constituida por su propia leyenda negra; la más elaborada y persistente de cuantas se han urdido contra algunas de las potencias hegemónicas de cualquier edad histórica. Con el agravante de que dicho relato fantástico ha sido eficaz en dos campos de batalla: el externo y el de casa. Pocos son los europeos y americanos que escapan a la influencia de ese permanente bombardeo falsificador; viejo ya de quinientos años, pero el porcentaje de afectados no disminuye dentro de nuestras fronteras; aunque entre los españoles el proceso, sin ser nuevo, es más reciente: podemos atisbar sus precedentes en algunos círculos ilustrados a ambos lados del Atlántico, para crecer con fuerza en el XIX y desbordarse en el XX; llegando a lo esperpéntico a finales de siglo —donde de la Cierva situaba la “tercera pérdida”—, empeorando la situación en los años transcurridos del actual. Sin desaparecer la acción exterior, en este último periodo la agresión contra España procede frecuentemente de sus propios hijos: el caballo de Troya del ochocientos logró levantar una quinta columna, cada vez más extensa, que fue imponiendo sus postulados en los siglos siguientes: fueron muy pocos los que desde el ejército, la política y la academia, principalmente, lograron ese trágico cambio del panorama espiritual. A ellos se unirán los dirigentes del legítimo movimiento obrero, secuestrado por las ideologías e intereses de la Internacional; enemiga ya declarada de todo concepto de patria. Pero llegados a este punto, estamos hablando de una realidad demasiado compleja como para extender este análisis introductorio; una realidad que trataremos de desentrañar más adelante, al hablar del enfrentamiento secular de las dos Españas.

Tantos trabajos por desacreditar lo español, por romper la nación española, no encontrarían explicación si no considerásemos dónde se encuentra esa esencia permanente de lo hispano. Pero teniéndola presente el misterio se aclara; porque esta es una cuestión religiosa; principalmente religiosa; por encima de rivalidades y estrategias geopolíticas o económicas entre naciones; muy por encima de la lucha de clases o partidos dentro del suelo español. España es la nación que puso sus destinos al servicio de un ideal. Religioso, ante todo. Valladar cristiano de Europa durante siglos ante las oleadas de la yihad; defensora de la integridad del dogma católico cuando ya el peligro musulmán, sin desparecer, disminuía: a partir de 1517 España se convierte en suprema defensora de la Iglesia frente a los poderes temporales, que bajo el estandarte de la Reforma o en connivencia con ella, trataban de destruirla. O simplemente, se desentendían de su misión común de miembros de la vieja Cristiandad, puesta la mira en consideraciones exclusivamente egoistas. España aparece entonces como enemiga de toda herejía; antigua o nueva; contraria a cualquier concesión que pudiera acarrear merma alguna del depósito sagrado. A costa de sus propios intereses materiales. Sin plantearse una sola duda al respecto. Hablando de Felipe II, uno de los reyes más emblemáticos de nuestra historia, Gregorio Marañón escribió: «Para él la felicidad de sus súbditos consistía en preservarlos de la contaminación herética y a esto sacrificó deliberadamente el interés nacional»[2]. Añadía luego el médico humanista una consideración: «siempre podría argüirse que la misión de un rey temporal es hacer, sagazmente, compatibles los derechos de Dios y los del César; y él no solo sacrificó los del César sino que se puso más de una vez, por su celo excesivo, en pugna con quien, en la Silla de san Pedro, representaba a Dios»[3]. Si bien es cierto que no siempre los papas entendieron esa defensa a ultranza del catolicismo, hay que añadir a lo dicho por Marañón un matiz importante: jamás los enfrentamientos entre el Sumo Pontífice y el Rey Prudente tuvieron lugar porque la Majestad Católica discutiera en un solo punto los derechos de Dios; antes al contrario. Y algo más: los del César —o el Estado— con frecuencia eran incompatibles, si hablamos en términos mundanos, con la defensa de la Fe. Pero si hablamos del bien común debemos reparar, por último, en que por encima del material, que debe buscar el gobernante como función propia, siempre estará el espiritual. Así era y así sigue y seguirá siendo: «el bien común abarca todo el hombre, es decir, tanto las exigencias del cuerpo como las del espíritu»[4]. Ese bien se rige por la ley eterna[5], que ordena todo el Universo; es la ley de Dios; el príncipe debía trabajar ante todo por establecer una «república cristiana», según el concepto medieval recogido por los Reyes Católicos.

Así lo vieron los reyes de España, pero también sus súbditos, que apoyaron todas sus empresas como propias; aunque fuera al precio de sus vidas; como venían haciéndolo, de generación en generación, hasta alcanzar rematar la Reconquista. Esa visión común de todo un pueblo se rompe en la Edad Contemporánea. En un mundo tan cambiante como fue el nacido de la Revolución Francesa el ideal secular de la nación se pierde o desdibuja en amplios sectores; aunque se recupere sorprendentemente en momentos críticos. Solo así podrán comprenderse cabalmente las guerras civiles de este largo y trágico período. Porque en la Edad Contemporánea los descendientes de aquellos que recorrieron Europa, frenando el empuje de calvinistas y luteranos, ya no luchan en el Palatinado o en Bohemia contra herejes de otras lenguas, sino contra españoles que tratan de destruir todo el orden natural; contrariamente a lo que defendieron sus comunes ancestros: en esos tiempos cercanos el influjo del pensamiento y de la acción masónicos era ya evidente: se trataba de empezar de cero, sobre las ruinas de la Cristiandad.

Corría el año 1884 cuando en una de sus condenas de la masonería, Humanum genus, León XIII denunciaba: «Y los frutos de la secta masónica son, además de dañosos muy amargos. Porque de los certísimos indicios que antes hemos mencionado, resulta  claro el último y principal de sus intentos; a saber: destruir hasta los fundamentos todo el orden religioso y civil establecido por el cristianismo, y levantar, a su manera, otro nuevo con fundamentos y leyes tomados de la entraña misma del naturalismo»[6]. Ya no se trataba de combatir herejías más o menos desviadas sino de frenar el avance de quienes, con piel de cordero, trabajaban —y continúan haciéndolo— por destruir el cristianismo desde su raíz. Objetivo compartido con el marxismo que irrumpía en España, marginal pero con fuerza creciente, en aquellos años, pues como avisaba el mismo papa: «Y aun precisamente esta ruina y trastorno, es lo que a conciencia maquinan y expresamente proclaman unidas las masas de comunistas y socialistas, a cuyos designios no podrá decirse ajena la secta de los masones, pues favorece en gran manera sus planes y conviene con ellas en los principales dogmas»[7].

La fractura, como señalan los párrafos citados, era total: dos concepciones del hombre y del mundo diversas y adversas; irreconciliables: la ciudad terrenal alzada contra la de Dios. Con esa cita de san Agustín comenzaba Humanum genus. Con ella subtitulé mi libro sobre la masonería[8], porque ninguna otra puede ser más certera: dos bandos enfrentados: el que quiere servir a Cristo «con todo su entendimiento» contra «el reino de Satanás». Lucha bien visible desde el Cielo; mucho más difícil de reconocer en este mundo: desde los inicios del siglo XIX la masonería sirvió como red conspirativa del liberalismo; militares y políticos de las distintas facciones se aliaban o combatían desde las logias; dentro de ellas; burgueses luchando por el poder bajo los colores compartidos de la Revolución burguesa —libertad, igualdad, fraternidad—, todos a una, con diferente intensidad, contra la Iglesia; el principal enemigo a batir. Proletarios, explotados por el salvaje capitalismo de la época, que terminaban entrando en esa misma estrategia contra «el opio del pueblo»; la alianza entre unos y otros —enemigos de clase hasta la víspera— empezará a ensangrentar las calles de España antes de que acabe el siglo; anarquistas españoles o extranjeros, avezados en la «propaganda por el hecho» serán utilizados por los mismos conspiradores de las revoluciones liberales: un ejemplo bien claro lo encontramos en el nexo que unió al liberal Ruiz Zorrilla —conspirador antes de la Gloriosa, ministro con Amadeo y exiliado en la Restauración— con el anarquista Ferrer Guardia, involucrado en el atentado contra Alfonso XIII, ejecutado por su participación en la Semana Trágica. Ambos masones a pesar de su aparentemente opuesta militancia política.

El enfrentamiento entre las dos Españas era ya religioso; empezó siéndolo, siguió y sigue siéndolo. Por encima de las diferencias políticas y sociales. El combate espiritual se había trasladado a España; la nación que se había gloriado de ser el brazo armado de Roma y la evangelizadora del Nuevo Mundo se enfrentaba, en lucha fratricida, dentro de la vieja ciudadela. La permanente defensora de la Fe durante un milenio, ya difícilmente reconocible, había perdido el rumbo y la cohesión interna después de 1808, a pesar de protagonizar una gesta colectiva asombrosa. A partir de ahí pueden hacerse, y conviene hacerlo, muchas matizaciones históricas. Pero la línea que, al final, separaba los dos bandos, vuelvo a insistir, era religiosa; sobre todo religiosa. Desde el actual relativismo moral, hedonista e intolerante, puede resultar incómodo el recuerdo de nuestra historia verdadera; sin embargo el Evangelio nos sigue interpelando: «Todo reino dividido contra sí mismo queda asolado, y casa contra casa, cae»; «El que no está conmigo, está contra mí, y el que no recoge conmigo, desparrama»[9]. Los españoles como árbitros de Europa no pudieron, en conciencia, ser neutrales; ni tampoco luego: nunca nadie puede serlo ante esa llamada personal del Salvador.

Nuestros antepasados de la Edad Moderna acometieron las mayores empresas, a las que se vieron llamados por su coyuntura histórica con ese espíritu evangélico, y sus prioridades muy claras: «Porque quien quiera salvar su vida, la perderá, pero el que la pierda su vida por Mí, la encontrará»[10]. Sus gobernantes, por más que la leyenda los presentara como tiranos ambiciosos buscadores de un dominio universal, fueron distintos a la mayoría de sus rivales: con todas sus debilidades y deficiencias, tenían presente lo esencial del mensaje evangélico en cuanto a su misión histórica: «Pues ¿de qué le servirá a un hombre ganar el mundo entero, si pierde su alma? O ¿qué podrá dar para recobrarla?»[11] ¡Cuántas veces he oído a españoles lamentarse de ese “estúpido idealismo” que nos condujo a la ruina mientras otras potencias advenedizas, mucho más prácticas, se lucraban fabulosamente con nuestros despojos! ¡Cuánta insensatez posmoderna! No comprenden el valor de la herencia recibida. Un legado que hizo posible el mayor holocausto católico del siglo XX, solo comparable al registrado en nuestro suelo durante la persecución de Diocleciano; porque miles de españoles pensaron en el «tesoro del cielo» antes de salvar sus vidas apostatando. Es el legado que ha salvado a nuestra patria de sus enemigos; los de dentro y los de fuera. El mismo que le otorga aún la esperanza de un futuro frente al cerco asfixiante del mundialismo luciferino. Hace años, hablando precisamente de España y los peligros a los que se veía lanzada, un abad benedictino me dijo algo que refuerza esa visión: «Dios es un caballero; y no la dejará». Pidamos los españoles ser merecedores de esa asistencia suprema.

 


[1] Ricardo de la Cierva, “La triple pérdida de España”, Historia total de España, Ed. Fénix, pp. 129 y 130

[2] Gregorio Marañón, Antonio Pérez, Ed. Espasa Calpe, p. 43.

[3] Ibíd.

[4] San Juan XXIII, Carta Encíclica Pacem in terris, 57.

[5] Constitución pastoral Gaudium et spes, 78.

[6] León XIII, Carta Encíclica Humanum genus, 9.

[7] Ibíd., 24.

[8] Iglesia y masonería. Las dos ciudades, Ed. San Román, 2017.

[9] Lc 11, 15-26.

[10] Mt 16, 24-26.

[11] Ibíd.